
El momento, un relato corto
El momento, es un relato corto sin más valor que el que yo le doy. Un apunte de un viaje que hice, y que por adornarlo, he invitado a participar a gentes que no existen, o si. La intención de este blog no es la literatura, es la fotografía. Y por eso, disculpo al lector su reprimenda que merecida la tengo.
En Salduero, algún día de julio de 2014
Hacía poco más de cinco horas que había llegado a Salduero, sin planearlo, y empujado por una boda que no era la mía. El día anterior no hubiera sabido colocar este lugar en el mapa. Y ahora, estaba atravesando el Duero por la pasarela de piedras que conduce a la ermita del Santo Cristo. La tarde es lluviosa, tarde de cierzo, tarde de zapatillas en casa. Solo en estos parajes, los voy recorriendo, conociendo, viendo el color de sus casas, los tomates de sus huertas, el olor de la leña seca que se humedece con la lluvia. Desde la ermita, veo el pequeño pueblo de los antiguos carreteros. El reflejo de sus casas de piedra en las aguas del incipiente Duero. En este punto, el río nos engaña, tranquilo y sin pausa recorre la ribera como si fuera de camino al Mediterráneo. No es equivocación, es gentiliza hacia las gentes de la capital de esta tierra. Antes de tomar el sendero hacia Oporto; bañará Soria, la fortificada Almazán, los soportales de El Burgo de Osma, las fortificaciones de San Esteban de Gormaz y abandonando la provincia, Langa de Duero con su castillo en el alto de la colina.
Camino, sin prisa, sin más que hacer que dejarme mojar por la lluvia. Cruzo el puente del carretero que conduce a la plaza y veo en su centro; el Mayo. Un tronco de pino, al cual lo han despojado de sus ramas y su corteza. El Mayo preside con arrogancia la vida del estío de los salduerinos. Al oriente; el bar, y como manecilla de reloj que discurre a la inversa voy viendo casas blasonadas, otras de menor rango, calles, callejas, callejones y callejuelas que van haciendo de ellas un enjambre. En la última, al poniente, frente al río, con su vigas de madera desnudas, abrazando la piedra y contemplando en el cercado, paro. Veo el discurrir de la alubia hacia el cielo. Las tomateras impetuosas, voluptuosas, y descaradas enredándose entre ellas. El pimiento y la guindilla entre ese verde pálido de las hojas que muestra la madurez del fruto, la calabaza como testuz que asoma de la tierra, y el rastrero calabacín que junto al pepino la acompañan.
El hostal, es el lugar de mi parada y fonda obligada en Salduero. Me instalo en una pequeña habitación con vistas a la iglesia de San Juan Bautista. Sus campanas van dando las horas, los cuartos y las medias. Mientras, el tañer se funde con el sonido de la lluvia en el tejado de la casa de enfrente. La iglesia está a la ribera del Duero, quizá por eso, le pusieron el nombre del santo bautista, para que no le faltara agua con la que cristianar. Miro al techo, mientras el ruido del agua en el cristal me hace caer en un sopor. No sé el tiempo que ha pasado, las nubes iban perdiendo el gris oscuro al verse bañadas en un naranja crepuscular. Ha dejado de llover, suenan las campanas de la iglesia. No consigo contarlas. Miro a través de la ventana enrejada de mi habitación y veo flotar un ataúd sobre los hombros de una pequeña comitiva. Amigos, familiares y allegados del finado lo llevan camino de la iglesia. En ese, su último viaje. Alguien se vuelve, y mira. Me descubre tras las cortinas, como fisgón, como invitado no esperado. Cruzamos un momento nuestras miradas, corro apresuradamente las cortinas. Conozco a esa persona. Pero de qué, de cuándo, y qué hacía ahí. Las campanas siguen sonando. No daban la hora, tocaban a muerto.

Es la hora de la cena, solo en la mesa y a la espera de que Ceferino se acerque para preguntarme. Al fondo, junto a la puerta de la cocina, una familia sentada en torno a una gran mesa empieza a comer los primeros platos. No se oyen risas, y alguna cara conserva la huella de recientes lágrimas. El mayor de ellos, un hombre de unos setenta años preside la mesa. Viste de traje oscuro y corbata negra. Sigo esperando a Ceferino, y sin quererlo voy conociendo al fallecido. Puedo entender que era hijo del anciano, y que la causa de su muerte ha sido un fatal accidente cerca de la Laguna Negra. De oficio leñador, manipulaba troncos en una ladera cerca del arroyo de la Tomeda, cuando la desgracia lo mató. Una pila de troncos mal anclados rodaron sobre él ante los ojos de sus compañeros. El silencio, tras los gritos de auxilio todavía retumban en la gran garganta del antiguo glaciar. Como hace mucho tiempo sonaron los gritos de Alvargonzález. Ese fue el fin del leñador, muerto por aquellos árboles desnudos a los que él mismo había arrebatado la vida. La madre oculta sus ojos tras una gafas negras y se niega a comer. Ceferino consigue distraer mi curiosidad, elijo algo verde de primero y pescado de segundo. No he probado bocado desde mi llegada a Salduero, y tengo bastante hambre. Ceno tranquilamente y distraigo el momento con el recuerdo de las primeras horas del día. El momento que todo lo inicia, ese momento por el que estoy aquí. La esposa de Miguel, el señor trajeado de corbata negra, rompe a llorar. Se levanta, atraviesa el comedor y sale a la calle. Tras ella, sus hijas .
– ¿Algún postre?
Me pregunta Ceferino. Ceferino es el responsable del hostal, Ceferino es el camarero del restaurante y el que recibe al viajero, el que atiende la barra, el que dispone la habitación. Ceferino es ubicuo, y todo lo puede, siempre está. Me pregunto, y cuándo lleguen las nieves, y el paraje quede desierto de visitantes; qué hará Ceferino. Porque Ceferino es como el Duero que ya pasaba por estas tierras antes de nacer el primer salduerino.
– No, gracias, no me entra más. Por cierto, estaba todo en su punto y riquísimo. Mis felicitaciones a la cocinera.
– Muchas gracias, se las daré de su parte
Ese trato de usted me ha dolido. Uno, ya dejó hace un tiempo la juventud, y al parecer, se nota y reconocerlo cuesta. A decir verdad, tanto Ceferino como yo, somos de quinta cercana.
En el trajín de Ceferino, de entradas y salidas de la cocina con platos, vi a una mujer de unos cuarenta años, de cabello moreno y recogido en La Toque Blanche, mediana estatura y de acentuada palidez. Lidiando entre cazuelas, sartenes, perolas, fuentes y fuegos. Más tarde supe que su nombre era Rosa, y que algo aportará al relato. Por ahora, dejamos a Rosa .
Atravieso la sala, salgo por la puerta que conduce a la recepción y al bar. De soslayo veo en el fondo del bar la misma mirada de la conducción del cadáver. Su cara ya no estaba teñida del color del atardecer, ni del reflejo de la llama de las velas. Es esa persona que algo sé de ella, y que de ella todo lo desconozco. ¿Quién es?, es huésped, está de visita obligada por la defunción del hijo de Miguel. Subo la escalera, entro en la habitación y me tumbo en la cama. Pienso en este día
Las fotografías
Mi visión
Media tarde de un día de julio. La luz dura de la hora está amortiguada por un cielo cubierto de nubes que matiza cada rayo. El dramatismo de la fotografía muestra el recuerdo de las tardes de tormenta en el pueblo de mi madre. La piedras, reflejan con tibieza el sol. Dando esas pinceladas ocres que, por lo menos a mí, dan sensación de recogimiento en el hogar.
Datos técnicos de la fotografía principal
Nikon D90 | Distancia focal (35 mm): 36 mm | f /8 | ISO: 200 | Velocidad: 1/250 seg
Datos técnicos de la segunda fotografía
Nikon D90 | Distancia focal (35 mm): 36 mm | f /9 | ISO: 200 | Velocidad: 1/320 seg
Datos técnicos de la fotografía destacada
Nikon D90 | Distancia focal (35 mm): 36 mm | f /8 | ISO: 200 | Velocidad: 1/250 seg